viernes, marzo 14

La pesadilla de Julio

Oscuridad. Ahogo. Vacío. Julio siente fogonazos de calor sobre su cabeza, como si ésta fuera una olla a presión en la que se estuvieran cociendo miles de neuronas. Su mente está plagada de enormes agujeros negros que no le llevan a ninguna parte de su memoria. Tan sólo alcanza a recordar alguna imagen borrosa de Ángel en aquella cafetería de la estación y alguna frase de la conversación acerca de Amparo, su pareja.

Comprueba que tiene fuertemente sujetadas con cuerdas, por los tobillos y las muñecas, sus piernas y brazos. Sus extremidades están entumecidas y a duras penas puede mover levemente algunos dedos. Siente que le falta aire. Con dificultad alcanza a inhalar alguna bocanada perdida, algún resquicio de oxígeno que le llega hasta los pulmones. Su garganta está estropajosa y la sed recorre su reseca boca. Intenta exclamar alguna palabra. No puede. Tiene sus labios cerrados con un trozo de cinta de embalaje. Ahora que va recuperando la consciencia sobre cada parte de su cuerpo, experimenta un intenso escozor sobre el mentón y las mejillas.

En medio de aquella aterradora negritud, la exterior y la interior, comienza a explorar la situación. Está atado en posición fetal en un espacio algo mayor que un ataúd. Pero no es un ataúd. Es irregular, metálico y en él huele enormemente a gasoil. Se respira una atmósfera viciada y asfixiante. Su alma se resquebraja ¡No puede ser! “Estoy en el maletero de un coche”.

Sus ideas empiezan a fluir de una esquina a otra del habitáculo. No alcanza a imaginar qué diablos hace allí. “¿Qué ha pasado?” “¿Por qué estoy aquí?” Comienza a moverse inquieto. Y con él, también se mueve el vehículo en el que se encuentra, despacio, muy despacio. Tan sólo recorre unos escasos metros. De nuevo se para. Esta secuencia se repite incansablemente desde ese momento de claridad en la mente de Julio. Acelera, frena. Acelera, frena. Así ininterrumpidamente durante horas. En alguna ocasión el conductor de aquél féretro - aunque no lo sea, Julio comienza a experimentarlo como tal- apaga el motor y deja de escucharse ese ruido que taladra sus oídos. En ese momento es capaz de reconocer otro tipo de sonidos. Bocinas, más bocinas, algún que otro insulto y voces malhumoradas. Lloros de bebés angustiados, como si fueran a ser degollados. Alguna que otra sirena de ambulancias o, quizás, de policía ¡Policía!.

No sabe cuanto tiempo lleva ahí y, lo que es peor, no sabe cuanto tiempo permanecerá enclaustrado en ese infierno. Puede que algunos minutos, es posible que unas horas o incluso, varios días. Su corazón flaquea. Comienza a latir a sobresaltos, como si quisiera acompasarse al ritmo de aquella macabra caravana. Se imagina como el cadáver de una comitiva fúnebre.

Avanzan las horas. El coche permanece parado. El silencio se sobrepone en aquel desquiciante coro de estridencias. Sus párpados comienzan a caer, pesados, mientras se oyen a lo lejos algunos escandolosos grillos.

– Esto se nos está complicando. Tenemos que pensar en algo para salir de este atasco. No podemos tenerlo por más tiempo ahí metido.

– Sí, me parece muy bien, pero ¿qué podemos hacer?

“¡Imposible! ¡No me lo puede creer!”. Julio no da crédito a lo que está oyendo. Las voces de su mejor amigo y de su pareja retumban en sus tímpanos y hacen estallar su indignación. Las piezas de ese misterioso rompecabezas comienzan a encajar.

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