Una radiante mañana de lunes,
deshice la cama, vomité el desayuno,
me desnudé por completo hasta quedar
sólo enfundado en mi piel.
Abrí las ventanas de par en par
y lancé al viento mi memoria;
olvidé hasta mi nombre.
Salí por la puerta sin echar la mirada atrás,
temiendo que cayera sobre mi
la maldición bíblica.
Huí,
pero no despavorido, sino sereno,
con la mirada fija en el horizonte.
Llegué al desierto y me despojé de mi
soledad.
Desaparezco...
de mi mismo.
Y allí,
desaparecido,
me vuelvo a encontrar.